Riesgos de la burocratización del impacto.

Medir el impacto cultural y social es una herramienta poderosa: permite demostrar resultados, aprender de los procesos y legitimar la inversión pública o privada en cultura. Pero, como ocurre con todo lo valioso, también tiene su cara oscura.

Cuando el acto de medir se convierte en una obligación rígida, llena de tablas, sellos y plantillas que nadie lee, el riesgo es claro: que la medición pierda su sentido y se transforme en burocracia.

Y cuando eso pasa, los proyectos dejan de mirar hacia las personas y empiezan a mirar hacia los formularios.

Qué entendemos por burocratización del impacto

La burocratización del impacto ocurre cuando el proceso de evaluación se vuelve un fin en sí mismo. En lugar de servir para aprender y mejorar, se convierte en una tarea administrativa que busca cumplir con los requisitos de una subvención o una auditoría.

El problema no está en medir, sino en medir sin propósito: cuando el tiempo se dedica más a rellenar casillas que a escuchar, observar y reflexionar.

“El impacto deja de ser una herramienta para comprender la realidad y pasa a ser una plantilla para justificarla.”

Síntomas de la burocratización

1. Cuando la evaluación se hace solo por obligación

Las organizaciones miden porque “hay que hacerlo”, no porque crean que les aporta valor. Los informes se entregan a tiempo, pero nadie los utiliza después para mejorar.

2. Cuando se priorizan los números sobre las personas

Se cuentan asistentes, actividades y presupuestos, pero se pierde la historia detrás de esos datos: qué sintieron, qué aprendieron, cómo cambió su relación con la cultura.

3. Cuando el lenguaje se vuelve inaccesible

El impacto se llena de tecnicismos: “outcomes”, “outputs”, “KPI”, “benchmarking”. Un vocabulario que intimida a artistas, vecinos y participantes, que son precisamente quienes encarnan ese impacto.

4. Cuando se mide todo, pero no se aprende nada

El exceso de indicadores ahoga la reflexión. Se recopila tanta información que nadie tiene tiempo de interpretarla. El impacto, paradójicamente, se diluye en sus propias métricas.

5. Cuando los financiadores imponen modelos cerrados

Cada entidad pide un formato distinto, con sus propias categorías, sin tener en cuenta la diversidad de los proyectos culturales. La evaluación se convierte en un rompecabezas burocrático en lugar de un proceso creativo y útil.

Consecuencias de la burocratización

  • Desmotivación en los equipos: el impacto se percibe como un trámite pesado, no como una oportunidad de aprendizaje.
  • Pérdida de sentido: los proyectos olvidan por qué miden y se concentran solo en cumplir.
  • Desigualdad: las organizaciones pequeñas, sin personal técnico, quedan en desventaja frente a grandes instituciones con más recursos administrativos.
  • Empobrecimiento del lenguaje cultural: la emoción, la identidad y la comunidad desaparecen del discurso, sustituidas por jerga técnica.

Cómo evitar la burocratización del impacto

1. Volver al propósito

Cada proceso de medición debe comenzar con una pregunta sencilla:

“¿Para qué queremos medir?”

Si la respuesta es “para aprender, mejorar y compartir”, vamos por buen camino. Si es “porque nos lo piden”, probablemente hemos caído en la trampa.

2. Diseñar sistemas proporcionales

No todos los proyectos necesitan la misma profundidad. Un festival pequeño no debería tener el mismo nivel de exigencia que un programa nacional. Menos, pero mejor.

3. Escuchar tanto como contar

La evaluación no debe hacerse solo con encuestas, sino también con diálogos, observación y participación de los propios beneficiarios. La gente no es un dato: es la fuente del sentido.

4. Usar un lenguaje claro y humano

Hablar de impacto no debería alejarnos de la emoción ni de la sencillez. Los informes comprensibles son los que realmente se leen, comparten y transforman.

5. Cuidar el equilibrio entre rigor y sensibilidad

El impacto no puede convertirse en una jaula. Debe ser una brújula. Medir con rigor, sí, pero sin perder de vista lo humano, lo simbólico, lo emocional.

Ejemplo ilustrativo

Un centro cultural municipal tiene que presentar su informe anual. Durante años, entregaba 40 páginas de tablas y anexos. Nadie las leía.

Decidieron cambiar el enfoque: ahora publican un resumen visual con los indicadores esenciales (participación, diversidad, inclusión) y, junto a los datos, incluyen tres relatos breves de transformación personal.

El resultado: los financiadores siguen recibiendo datos, pero también entienden qué significan. Y la comunidad se reconoce en la historia.

Conclusión: medir para aprender, no para justificar

La medición del impacto es una herramienta imprescindible, pero su poder desaparece cuando se convierte en un trámite.

El reto no está en eliminar los indicadores, sino en devolverles sentido, usarlos para comprender y mejorar, no para cumplir con un checklist.

En definitiva, el impacto no puede burocratizarse porque su esencia es humana, viva, cambiante. Y mientras los proyectos culturales recuerden que medir es escuchar, aprender y compartir, la evaluación seguirá siendo una aliada —no una carga— en el camino hacia una cultura más transformadora y transparente.

28 de octubre de 2024
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